Caros, baratos, buenos o malos... eso no importa, porque lo cierto es que todos los aparatos se quedan obsoletos en menos que canta un gallo.
El reloj de pulsera de James Bond siempre ha sido prodigioso. Según se tercie en la película, puede contener un control remoto, un radiotransmisor, un rayo láser, una sierra circular, explosivos, un localizador y, además, dar la hora. Es el ejemplo perfecto de gadget: alta tecnología en un paquete diminuto.
Usted también lleva un gadget en el bolsillo: el teléfono móvil. A él se unen otros tantos que reproducen música, funcionan como agenda, o con los que se puede navegar por internet o poner películas a los niños en el coche. Hay gadgets por todas partes, y como objetos cotidianos que son, tienen una doble encarnación: por un lado, caros complementos de estilo. Por otro, juguetes de usar y tirar.
El teléfono móvil ha sido el gran nivelador: lo usan por igual políticos, modelos de pasarela o guardias urbanos. Todos nos hemos convertido en aprendices de James Bond, sin distinción de edad, sexo o nivel adquisitivo. Un gran avance, ya que, hace apenas diez años, el gadget era monopolio del geek, un hombre, joven y raro, a ser posible con gafas. Ahora cualquier diario tiene una sección dedicada a presentar un catálogo de los últimos aparatitos, del mismo modo que presenta las novedades en la última pasarela de moda o las gafas de sol del próximo verano.
Con la popularización, llegó el diseño. Cuando se fabrican teléfonos móviles orientados a mujeres, con diseños florales, espejo para maquillarse... es que el gadget ha salido del armario. Por ejemplo, la compañía Aloisson se dedica a forrar teléfonos móviles de oro y diamantes, por unos pocos miles de dólares. Sin llegar a tanto, el Pama 7008 Pink diamante, rosa pálido e incrustado de cristales Swarowsky, acaba con la asociación entre pinganillo inalámbrico y hombre con corbata. Los de Aloisson son diamantes de verdad. En efecto, la electrónica ha conquistado las pasarelas y, mientras tanto, de carambola, el geek ha sido rescatado para la sociedad.
La revolución electrónica tiene su propia figura protagonista: el tecnosexual, que viene a ser al geek lo que el metrosexual al macho. El tecnosexual no sólo ha descubierto las ventajas de los cosméticos y la ropa de diseño, sino que ha convertido la electrónica en parte de su estilo de vida, y no le avergüenza, porque la electrónica es bella. El iPod, famoso reproductor MP3, es su santo grial. Un gadget pequeño, reluciente y bien diseñado. Una joya útil.
En Apple son conscientes de que venden algo más que electrónica. Por eso, se pueden encargar los iPOD con un texto grabado con láser, como si se tratara de un anillo o un colgante. Todo en consonancia con su precio, porque el estilo se paga. Ser interesante se está poniendo difícil. Ahora toca ser un poco geek. No basta con escribir una novela, tener un grupo musical o colaborar en una ONG. Más bien conviene tener un weblog propio, existir en Google y, sobre todo, manejarse con la música y la imagen digital. Cuando uno lleva sus propias mezclas en MP3, sus fotos o su último videoclip grabados en un gadget de marca, se suman muchos puntos.
Mientras tanto, en los barrios bajos de la electrónica se puede encontrar al primo pobre de los reproductores MP3, que por la mitad de lo que cuesta un iPOD ofrece mayor capacidad de almacenamiento, radio FM y grabadora de voz. Una maravilla de marca inclusera que es mejor en todos los aspectos, menos en el diseño y los acabados. Pero no vayan a un gimnasio de moda con él. La explosión de electrónica a bajo precio viene del lejano oriente. En países como Taiwán o Corea se pueden encargar los diseños de los productos para después fabricarlos en China, donde la mano de obra es abundante y barata. Ciudades enteras trabajan en el sector de la electrónica de consumo, fabricando tanto aparatos de gama alta como de gama baja. Esta cornucopia tecnológica permite a empresas españolas, por ejemplo, ofrecer productos terminados, con su propia marca, a precios muy competitivos. Aparatos de padre desconocido que luchan por aumentar su prestigio entre los consumidores. Sin embargo, la vida del gadget, sea llena de glamour o de gris utilitarismo, termina en el cajón del olvido. En menos de dos años, tanto las joyas como los incluseros han quedado obsoletos y un tanto horteras. Tanto es así que Europa y EE.UU. tienen problemas para reciclar la basura electrónica. Los aparatos del año pasado se reducen a una mezcla contaminante de plásticos y metales pesados.
Esta evolución de las especies electrónicas de consumo ha dado al traste con la convergencia, una de las teorías más apreciadas por el mercado. El aparato convergente sería teléfono, cámara digital, ordenador de bolsillo, GPS, reproductor musical y de vídeo, todo en uno. Pero la convergencia es cara. Los dispositivos actuales que se acercan a esta definición superan los 500 euros, y su público es reducido. Demasiado dinero para que en unos pocos meses se quede corta la memoria o la pantalla. Los consumidores prefieren un aparato que haga una sola cosa, y la haga bien. La tecnología es así y el tren no hace paradas. Con diseño o sin él, tenemos gadgets para rato.
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